Cuentos de F. Rosario

Down the Road

Hablábamos de confidencias. Tú que casi odiabas a los hombres. Tú que casi siempre callabas. Hablábamos de las traiciones, de los amores que no se dan, de los primeros besos. Te mencioné, quizá, mi depresión. No lo sé. Te dije de mis días de encierro durante tormentas de nieve, de mis días perdidos en los que primero me servía kahlúa con tequila y luego recordaba lavarme la boca.

Y tú despertaste. Y tú, tal vez, comprendiste nuestra fragilidad. Entonces tenías quince años.

La misma edad que cuando tomé sesenta pastillas y me largué a dormir. Y te veo dormir. Ya no despiertas. Porque eras como yo cuando tocaba lo del sentimiento, cuando recurríamos al lenguaje más secreto posible. Yo me inventaba poemas y tú reaccionabas en inglés. Y ahora me vences.

Ahora te apropias del mayor secreto, del mayor silencio y me sabes fuera de tu pena.

Estás tan bonita. Es raro que diga eso. En estos últimos años me sorprendía cuánto habías crecido, cómo reías ya con una cierta amargura de animal descornado, de cómo recomendabas cosas de las que yo dudaba y tú sabías defender. Explicabas algún tatuaje pequeño en esas mismas muñecas. Me contabas de tu tiempo en Estados Unidos. De cuando soñaste con planos y cartografías. Porque estabas mal y querías draw a map and go down the road. Y yo, que te decía casi todo, me empequeñecí como una de esas pastillas que quise pasar sin agua. Te lo hice repetir o aposté por no entender tu frase. Pero no dudes que tragué dos piedras y las sentí como quedarse huérfano, cortarse una mano y sembrarla para ver si echa sombra o alcanza para caricia. Tenías quince años, y ya querías caminar.

Tus padres ni tus abuelos han podido estudiarte la cara estirada. A mí, en cambio, me trae hasta aquí la culpa y el amor, pero eso no funciona para todos. Recuerda que yo también medí mis costas y me tiré a dormir cuando éramos parecidos. Compartíamos, es claro, pero uno les coge gusto a los museos de torturas. Y se acuesta en algún bote quieto. Y busca en los ojos profundos un último convenio. Porque tu abuela te maquilló y no te supo el hambre. Porque los de la funeraria te han escondido las muñecas y luego han hecho café. Sucede que a ellos no les crecen las piedras en el cuerpo ni ven otra forma de tu rostro ni saben que en tu angustia infantil lloraste por mí cuando alguna tarde me fui al mundo y te quedaste en la vida con los abuelos. O porque muchas veces te obligué a decir adiós aun sabiendo que no estabas lista. Porque me colgué en tus brazos caídos y te llevaste mis lágrimas.

Y ahora te acuestas largamente y me hablas sin el volumen de la tierra. Pero sigues más allá, preparando caminos.

Técnica del desaparecido

No puede dormir. Es domingo.

3:37AM.

Revisa su e-mail.

El vicepresidente de la universidad escribió que encontraron al desaparecido del jueves. El cuerpo fue hallado cerca de su apartamento.

La última vez que lo vieron fue al salir de una fiesta. Lleva días sin ver el sol.

Días sin dormir bien.

La única ilusión de luz viene de la nieve más allá de la ventana. 3:39AM.

La última vez que estuvo así de mal cursaba el segundo año. Recuerda la noche que dejó la estufa prendida.

El casero se extrañaría por el gasto. Nunca se quejó.

Pensar tanto le da hambre.

La calefacción no está encendida. El casero cobra así su venganza.

Escucha cómo su estómago hace sonidos de pozo habitado. Maldice.

Es difícil salir de la cama así.

Asomarse a los puentes y caer de piedra a piedra hasta ser encontrado. Agarra el celular y va a la cocina.

No sabe a quién enviarle una foto inapropiada. Cualquier cosa es buena para sobrellevar la madrugada. Hasta un insulto.

El estudiante era un freshman.

Ve su reflejo en el espejo y descubre el pelo completamente parado. Se saca un selfie.

Podría hablarle a Álvaro para que lo recorte. Arriesgarse a los encuentros.

Podría hacerse un matarile con una piedra afilada. Arriesgarse a los fracasos.

Prende una hornilla.

Busca revelaciones en el fuego.

Coge una galleta, jalea y mantequilla de maní.

El estudiante fue reportado el viernes por su familia.

Suena algo dentro del apartamento y el silencio multiplica el sonido. Supone que es la alarma de incendios.

Y que su forma precaria de calentarse levantará a los vecinos. Es el celular.

“¿Tú despierto a estas horas?”, le ha escrito Ana. “Yo despierto a estas horas”.

“¿Aburridito o qué?”. “Aburridito”.

“¿Supiste que encontraron un cuerpo por tu casa?”.

Entretiene su gracia al interrogar. No contesta.

Le envía la foto más reciente. Acaba la galleta.

La mantequilla de maní le amarra la sonrisa.

El estudiante tenía amarrada una cuchilla en su pie izquierdo. No hace la pregunta necesaria porque respeta los enigmas.

Los golpes contra las piedras lo dejaron irreconocible. Pudieron identificarlo por la ropa.

“Y tú, ¿qué haces despierta? Déjame verte”.

Ana no lee el mensaje.

Mira los muebles y las mesitas.

El modo en reposo en que se hallan bajo la oscuridad doméstica.

Se pregunta si el vicepresidente estará despierto, si babea su almohada. Piensa en las cartas circulares preparadas para estos casos.

“¡Chacho! Tú no pierdes oportunidad…”, termina por escribirle Ana.

Se sacude las migajas del pecho y regresa a la cama. 3:58AM.

Se saca otra foto y la comparte.

“Si no te conociera, diría que andas grave”.

Entra a la cama y se arropa.

El estudiante medía y pesaba lo mismo que él.

El vicepresidente ha dicho que era sensible e inteligente poco antes de ponerse a babear su almohada.

“Uno puede hacer hasta el ridículo por no suicidarse”.

Entonces pone el celular en la mesita de noche, seguro de que lo dejarán en visto.


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